Bavcar, un fotógrafo para leerlo o asumirse turista.
Evgen Bavcar: el espejo de los sueños.
BENJAMÍN MAYER FOULKES (Versión original publicada en la revista Luna Córnea, de México. Reescrita por el autor para esta edición.)
«Pertenezco a una generación desgraciada, resultado de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido casi todos los ideales. En Eslovenia conocí el comunismo, fuimos obli- gados a creer en esos ideales porque no había otra cosa. En París aprendí a reflexionar más dentro de mí mismo, conocí la fotografía y su mística: ver las cosas con los ojos cerrados. He aprendido a conocer los paisajes a través de los poetas. El Progreso, curiosamente, me quitó la vista y me dio, en cambio, la cámara fotográfica.»
Tiene la palabra Evgen Bavcar, fotógrafo ciego, nacido en la antigua Yugoslavia, en 1946, en Lokavec, un pequeño poblado esloveno cerca de Trieste, localizado en un valle al pie de una elevación que los lugareños llaman la Montaña de los Ángeles.
La vida de Evgen Bavcar (en español, pronúnciese “Euguen Bauchar”) está marcada por dos click decisivos. A los diez años perdió un ojo con la rama de un árbol al correr con sus amigos por el bosque; meses después, jugaba con un martillo y un curioso objeto metálico que resultó ser una mina abandonada durante la Segunda Guerra Mundial. Primer click. La explosión del artefacto lo dejó sin su segundo ojo. Pero no quedó ciego de inmediato, ya que entre la explosión y su pérdida definitiva de la vista trans- currieron seis meses. Durante este lapso su madre (viuda desde que Evgen tenía seis años) lo proveyó de un gran número de libros y materiales gráficos: Brigitte Bardot, Kruschev, Eisenhower, Sofía Loren, la Mona Lisa, el Everest y la Basílica de San Pedro asistieron al largo adiós de su vida ocular…
Ya completamente ciego, Bavcar prosiguió su formación en el instituto para ciegos de la capital eslovena y, posteriormente, en un liceo; como afirmación de su continuada participación en el mundo de las imágenes, a los 16 años pidió a su hermana su cámara Zorki, versión Soviética de la Leica, y un buen día, mientras otros jóvenes hacían fotos a sus amigas, Bavcvar sintió el impulso de hacer lo mismo. Segundo click:
«Era la niña que más me gustaba. Ahora no sé donde está aquella primera fotografía. El placer que experimenté entonces surgió del hecho de haber robado y fijado en una película algo que no me pertenecía. Fue el descubri- miento secreto de poder poseer algo que no podía mirar.»
Bavcar se matriculó en la Universidad de Liubliana para cursar dos licenciaturas, en Filosofía e Historia. Al graduarse, fue nombrado el primer profesor ciego en la historia de Eslovenia: impartió clases de geografía en un instituto. Como cuenta acerca de él uno de sus entrevistadores, Manuel López: “Sobre un plano del norte de Yugoslavia, me pide que busque Trieste, y desde allí me va encaminando por la geografía de su país. Impresionante. ‘Pues así daba clases’, me explica. ‘Con que un alumno le localizase un punto de referencia, ya era suficiente.’
Gracias a una beca, a los 26 años se desplazó a la capital francesa, donde se matriculó en Filosofía en la Universidad de París: allí se especializó en los pensamientos de Bloch y Adorno. A la par de sus estudios, practicó la fotografía como amateur, produciendo retratos y paisajes. A los treinta años ingresó como investigador al Centre National de la Recherche Scientifique. A los treinta y cinco se nacionalizó
francés. Investigó entonces la relación de Bloch, Lukács, Adorno y Benjamin con el expresionismo alemán y participó en diversos programas radiofónicos y televisivos sobre estética. En 1987 expuso su trabajo por vez primera en el club de jazz Le Sunset (Cuadrado negro sobre sus noches blancas). Un año más tarde, por intercesión de Jean-Claude Lemagny, fue nombrado Fotógrafo Oficial del Mes de la Fotografía de la Ciudad Luz y, en 1989, expuso en la Galerie Finnegan’s de Estrasburgo (Narciso sin espejo). Desde entonces ha producido una obra creciente que se ha presentado en más de setenta y cinco exhibiciones en Francia, Eslovenia, Alemania, Suiza e Italia, como también en España, Turquía, Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Japón, Costa Rica, Brasil y México (El fotógrafo ciego, Imágenes de otra parte, Mas allá de la mirada, Visión sin vista, Nostalgia por la luz, Visiones, Disparo a ciegas y El espejo de los sueños, entre otras). Su formación le ha brindado la posibilidad de una vigorosa articulación de sus proyectos: es autor de los volúmenes Le voyeur absolu (Seuil, París, en la colección dirigida por Denis Roche), Les tentes démontées. Ou le monde inconnu des perceptions (Item, París), Engel unter dem Berg / À la reencontré de l`ange (Pixis bei Janus Press, Berlín) y L`inaccesible étoile, ou un voyage dans le temps (Benteli, Berlín). Dice sentirse cercano a Cioran y a Kundera, a Bernhardt y a Hrabel; a los citados pensadores de la Escuela de Frankfurt incluyendo a Fromm; a la místi- ca de Bohme y San Juan de la Cruz; a los ensayos de Patocka y Blanchot; a la poesía de Apollinaire, Cavafis, Rilke, Jabès y García Lorca. Desde 1987 ha sido objeto de una docena de producciones para cine y televisión, y su historia inspira el conocido filme Proof (La Prueba, 1994) de la realizadora australiana Jocelyn Moorhouse.
Empero, ¿cómo dar cuenta del extraño malestar que produce Bavcar entre los normovisuales?, ¿por qué produce tal reacción el fotógrafo ciego?, ¿cómo explicarla? En Occidente, los prejuicios contra los ciegos son inmemoriales. Ya en Grecia el conocimiento, la verdad y la vista aparecen irreductiblemente vinculados: en Platón la Idea consiste en una forma incolora visible y Descartes desplegará esta vinculación en el ámbito de la observación empírica que está en la base de la ciencia moderna. Pero también hay que tomar en cuenta el carácter del trabajo desarrollado por Bavcar: contra todo lo que pudiese pensarse de un fotógrafo que, a diferencia de la mayor parte de sus colegas, no parte de la luz sino de la oscuridad, contemplar las imágenes de Bavcar es enfrentar un intolerable destello, una revelación cegadora, por efecto de una fotografía que no es propiamente un arte de la luz sino del deslumbramiento. Acaso por eso al recibir visitas en su pequeño departamento de París Bavcv ar lo hace a menudo en la total oscuridad. Y acaso también por eso es posible afirmar de él, como hace el poeta y crítico berlinés Walter Aue, que después de Niépce, Fox Talbot y Daguerre, Evgen Bavcar es el cuarto inventor de la fotografía. Hay que discernir, entonces, la especificidad de la fotografía inventada por Bavcar y comprender su consecuente necesidad de reemplazar el nombre fotografía por otro más fiel y preciso, el de iconografía:
«Soy el grado cero de la fotografía. Digamos que más que un fotógrafo soy un iconógrafo. He conocido a ciegos que también hacen fotografías, pero ninguno de una forma tan reflexiva como yo. Algunos, incluso, la realizan con la esperanza de volver a ver algún día…»
En contraste con las operaciones fotográficas legadas por Niépce, Fox Talbot y Daguerre, la iconografía de Bavcar no es una grafía luminosa, ni tampoco transcurre bajo el signo de la esperanza de lo que se entiende usualmente por ver. Por el contrario, el fotógrafo ciego afirma que le interesa, más bien, el mundo invisible, el azogue de ese espejo aparente que es la fotografía.
Visión sin vista
Tiene razón Bavcar cuando afirma que la ceguera no es sólo problema del ciego, sino, y sobre todo, de los videntes. Enunciada con insistencia por éstos, una sola pregunta lo persigue como una sombra: ¿un fotógrafo ciego?, ¿cómo es posible que tome fotos, si está ciego?, ¿cómo las puede tomar? Entre quienes ven, la figura de un ciego que toma fotos no cesa de sorprender, de inquietar e, incluso, de pro- vocar resentimiento y molestia. ¿Por qué? Ante la insistente interrogación acerca de su “método” y su “legitimidad”, Bavcar responde sin más: La cuestión no es cómo un ciego toma fotos, sino cuál es su deseo de imágenes. Como explica a Michael Gibson:
«Aun aquellos que no pueden ver tienen dentro de ellos mismos lo que podríamos llamar una necesidad visual. Una persona en una habitación oscura necesita ver la luz y la busca a toda costa. Ésta es la misma necesidad que expreso cuando saco una foto. Los ciegos suspiran por la
luz como un niño en un tren mientras viaja por el túnel.»
Es precisamente la urgencia de las interrogantes por el método y la legitimidad de Bavcv ar lo que las torna sospecho- sas y hay que preguntarse, en primer lugar, por las propias preguntas. Como observa Bavcar:
«El hecho de que la gente me pregunte cómo tomo mis fotos, y que se sorprenda de que efectivamente tenga la capacidad para producir imágenes, a menudo es conse- cuencia de prejuicios históricamente condicionados acerca de los ciegos, quienes siempre han sido convocados a demostrar que pueden hacerlo todo, y a hacerlo constantemente. Tengo un amigo ciego que aprendió a disparar con una carabina sólo para demostrar que era capaz de hacerlo. Yo mismo me las ingenié para montar a caballo, e incluso para conducir una moto, cosa que logré hacer en primera marcha y con una mujer de pasajero. Aquéllos que asumen que no están discapacitados, a menudo se sienten tranquilos de no tener que cuestionar su preeminencia competitiva en algún campo.»
Galería interior.
¿Cómo trabaja nuestro iconógrafo? Como relata:
«yo fotografío lo que imagino, digamos que soy un poco como Don Quijote. Ello significa –como señala no sin cierta iro- nía– que los originales están en mi cabeza.»
Su labor consiste, entonces, en la creación de una imagen mental así como en el registro de dicha imagen en la huella física que mejor corresponde al trabajo de lo que es imaginado. Para lograr lo anterior, Bavcar se vale del dispositivo fotográfico ordinario y del cultivo permanente de la memoria, esa facultad a la que Freud concedió el lugar preponderante que merece. No sorprende pues que para Bavcar el deseo de imágenes y la memoria resulten tan estrechamente vinculados:
«Lo que significa el deseo de imágenes es que, cuando imaginamos las cosas, existimos. No puedo pertenecer a este mundo si no puedo decir que lo imagino de mi propia manera. Cuando un ciego dice “imagino”, ello significa que él también tiene una representación interna de realidades externas. Tener una necesidad de imágenes es
crear un espejo interiorizado, un speculum mundi que expresa nuestra actitud hacia la realidad que yace fuera de nuestro cuerpo. El deseo de la imagen es, entonces, el trabajo de nuestra interioridad que consiste en crear, a partir de cada una de nuestras miradas auténticas, un objeto posible y aceptable para nuestra memoria. Sólo vemos lo que conocemos: más allá de mi conocimiento, no hay vista. El deseo de imágenes consiste en la antici- pación de nuestra memoria y en el instinto óptico que desea apropiar para sí el esplendor del mundo: su luz y sus tinieblas.»
Desear una imagen es, así, anticipar su memoria. Imaginar es reelaborar, a su vez, la memoria de una imagen anterior. Así, Bavcv ar viaja constantemente de la capital francesa a su pueblo natal en Eslovenia para afianzar el sostén de su imaginería infantil:
«El mundo de mi infancia fue el de la luz y la eternidad. Todo me llega de él. Intento recuperar todas las cosas en el terreno personal. Las fotos del álbum familiar son las que más me gustan. Cuando un amigo me explica los cuadros de El Greco, la luz y los colores son los
recuerdos que tengo de niño. Para mí la fluorescencia será el brillo de la luz en el agua, los reflejos que yo veía. Necesito volver a mi país con frecuencia para refrescar la paleta de mis colores.»
Bavcar retorna repetidamente a la patria de sus recuerdos para encontrarse con algo diferente cada vez:
«Cuando vuelvo a mi pueblo acaricio los árboles o la parte inferior de las fachadas para percibir el paso del tiempo. Pero lo más importante es lo que pasa en la cabeza, lo que yo imagino. Es lo que yo llamo la mirada del tercer ojo.»
Por consiguiente, el arte de Bavcar sería un arte de lo inteligible. Y contra lo que juzgaríamos en caso de entender al fotógrafo ciego como la refutación encarnada de la identificación platónica de la vista y la verdad, Bavcar resultaría ser nada menos que el fotógrafo oficial del platonismo. Ello en consideración de las reservas expresadas a menudo por Platón acerca de la percepción ocular: según el filósofo, ver debe entenderse como la utilización del ojo interior de la mente, ojo del que el tercer ojo invocado por Bavcar no sería sino una variación. Sin embargo, la fotografía de Bavcar no es una fotografía de lo inteligible en sentido clásico, ni tampoco, como veremos, puede entenderse el tercer ojo bavcariano como el ojo interior de la razón platónica. Más bien, la fotografía de Bavcar sería una fotografía de lo inteligible onírico, porque elabora una clase particular de intelección que resulta tan ajena al platonismo como el propio psicoanálisis. Si bien es cierto que Bavcar describe su acto iconográfico como un acto mental, a la vez sostiene que no hay separación entre el mundo de mis sueños y lo que yo veo; así como para el ciego la distinción entre la noche y el día no resulta tan tajante como para los videntes, así también en Bavcar no pueden distinguirse plenamente el raciocinio y la ensoñación. De manera que la práctica bavcariana de lo inteligible onírico no es sino la práctica del permanente desbordamiento de lo inteligible por lo inteligible mismo, desbordamiento que resulta de la obligada intervención de la memoria y la imaginación en todo acto intelectivo.
Por la afinidad formal que tiene con sus objetivos, no sorprende que a Bavcar le interese la fotografía digital. Sin embargo, paradójicamente para quien también se define como un artista conceptual (acaso conceptual-onírico), el fotógrafo ciego comenta: por lo pronto, prefiero la base más material, más tangible y más noble del nitrato de plata sobre una película clásica. De modo que, por ahora, su principal instrumento de trabajo es esa trampa controlada de la oscuridad llamada cámara que seduce a la luz y que él utiliza con la mayor flexibilidad, a manera de ojo liberado de su cuenca:
Cada foto que hago he de tenerla perfectamente ordenada en mi cabeza antes de disparar. Me llevo la cámara a la altura de la boca y de esa forma fotografío a las personas que estoy escuchando hablar. El autofoco me ayuda, pero sé valerme por mí mismo. Es sencillo. Las manos miden la distancia y lo demás lo hace el deseo de imagen que hay en mí. Estoy consciente de que siempre hay cosas que se me escapan, pero esto también es cierto de los fotógrafos que tienen la posibilidad de la vista física. Mis imágenes son frágiles, nunca las he visto, pero sé que existen, algunas de ellas me han llegado muy adentro.
Contra una suposición muy difundida, la naturaleza de la cámara fotográfica no le es ajena: si bien, como observa, ésta no fue concebida para los ciegos, como tampoco fue diseñada para los zurdos, de hecho su potencial de existencia está condicionado por la interacción entre la ceguera y la visibilidad tecnológica. De ahí que, en ocasiones, la propia industria de la fotografía eche mano de colaboradores ciegos, por ejemplo en los laboratorios, por su mayor facilidad para manipular películas en la oscuridad. Por consiguiente, lo último que Bavcar se considera es un “exótico”: en su conjunto, el dispositivo fotográfico consiste en un anudamiento de la luz y la oscuridad, una foto compuesta sólo por la luz sin zonas de oscuridad relativa sería una foto imposible.
Las gráficas de Bavcar son siempre en blanco y negro, a pesar de que, tras cinco décadas, aún recuerda los colores:
Tengo un recuerdo del rojo y del amarillo, son los colores que se me han quedado grabados. El rojo para mí es un ladrillo iluminado por el sol. El azul, en cambio, lo tengo más disperso.
Aunque también puede trabajar a plena luz del día, por lo regular nuestro iconógrafo devela sus imágenes en la oscuridad, valiéndose de exposiciones muy largas y de alguna fuente de luz manipulable (como una linterna, una lámpara de gasolina o una vela) para iluminar lo que desea. Así, Bavcar a veces interviene sus gráficas con diferentes tipos de haces luminosos. En el contexto de su proyecto, estas intervenciones no constituyen artificio alguno, forman parte de la operación iconográfica misma:
Me siento muy cercano a todos aquellos que no consideran a la fotografía como una “rebanada” de la realidad, sino como una estructura conceptual, una forma sintéti- ca del lenguaje pictórico—de momento, incluso como una imagen suprematista. Pienso en Malevich y su cua- dro negro. La dirección que he tomado está más próxima a la de un fotógrafo como Man Ray que a otras formas como el reportaje, que es como disparar una flecha en dirección a un momento fijo: la fotografía concebida como la reacción inmediata del fotógrafo.
Lo seguro es que en Bavcar la fotografía, cuyo distintivo es su simulación de transparencia y su desvanecimiento en favor de lo fotografiado, rebasa con mucho los horizontes de la reproducción mimética. Y lo hace en dirección de aquella “armazón” a la que alude Merleau-Ponty (Lo visible y lo invisible) cuando afirma que “lo visible tiene en sí mismo una armazón interna de invisible”.
Como destaca:
El deseo de las imágenes significa que tendemos hacia las realidades invisibles, hasta el punto de que en cada fragmento de nuestra existencia estamos, también, como lo decía Ernst Bloch, “en la obscuridad del momento experimentado”.
Comenzamos a vislumbrar que, enfrentados con Bavcar, lo que quizá resulta intolerable para el común de los videntes (herederos, lo sepan o no, del oculocentrismo platónico en su vertiente sensible o inteligible) es la evidencia de que ver es estar, originaria y estructuralmente, ciego.
Pues hay que ver la intensidad y la persistencia con que la lógica del oculocentrismo opone sin más el ojo del vidente al del ciego. Según relata nuestro artista, algunos de sus colegas fotógrafos han sido muy agresivos, afirmando incluso que mi fama podría atribuirse sólo al hecho de que soy ciego. También se puede apreciar la obscena orientación oculocéntrica de la industria de la fotografía, aun cuando el mercado cuente con un número considerable de consumidores para quienes los artefactos imaginados por Bavcv ar resultarían de gran utilidad:
Podría dar consejos técnicos útiles a los fabricantes de cámaras, en especial para la concepción de herramientas destinadas a los ciegos y los débiles visuales. La falta de ciertos medios técnicos, como un exposímetro fónico o parlante, me obligan a inventar soluciones personales que, a la vez, me brindan un mayor grado de autonomía e independencia en el espacio de la oscuridad.
A fines de 1990, Bavcar se dirigió por escrito a las principales empresas de la industria fotográfica solicitando patrocinio. Tan solo recibió contestación de una de ellas y, de forma simbólica, el desinteresado obsequio de cinco rollos de película. La firma de la cámara que utiliza ni siquiera se molestó en responder a su carta. Acaso los gerentes respectivos temieron la asociación pública de sus productos con la ceguera…
Ciego de tanto mirar
En este marco, ¿cuál es la estrategia que orienta los proyectos de Bavcar? Lejos de servir como confirmación de la iluminada tiranía de los ojos, en sus manos el dispositivo fotográfico supone precisamente su anublamiento. Porque Bavcar desmarca su posición tanto del exotismo, cuanto de la militancia ciega de un Demócrito (quien se habría sacado los ojos para ver mejor), posiciones ambas cuya posibilidad resulta determinada de antemano por ese panopticon que es el oculocentrismo. No, con Bavcar se trata de otra cosa:
Mis fotografías no se sujetan a las leyes de la vista que se han vuelto habituales, más bien están escenificadas en el mito griego que manifiesta a la vez el horror y su posible redención. Mi labor es reunir el mundo visible con el invisible. La fotografía me permite pervertir el método de percepción establecido entre las personas que ven y las que no.
Con la misma carga erótica que concentraba su primera fotografía (transgresión, placer, hurto, posesión de algo que no puede mirarse), el acto iconográfico de Bavcar subvierte la habitual tiranía de los dos ojos. Su blanco es preciso: las imágenes, los íconos, que de tanto ser mirados se han vuelto invisibles:
En verdad, los fotógrafos tradicionales son los que están un poco ciegos a causa del continuo bombardeo de imá- genes que reciben. Yo, a veces, les pregunto qué es lo que ven y percibo que les cuesta trabajo contármelo. Les resulta muy difícil encontrar imágenes genuinas, fuera de los clichés. Es el mundo el que está ciego: hay imágenes de más, una especie de polución. Nadie puede ver nada.
Es preciso atravesarlas para hallar las verdaderas imágenes.
Como Roland Barthes en su mitología sobre la Torre Eiffel, Bavcar visualiza y escenifica los iconos para mejor oscurecerlos:
Cuando llegué a París subí a la Torre Eiffel cerca de cuarenta veces. Toqué su estructura hasta conocerla a fondo, y me hice mi propia imagen de ella, registrada en múltiples fotografías que he hecho en París. Intento en mis fotos destruir una imagen con otra, que considero más real.
Por supuesto, si se trata de destruir íconos invisibles, las primeras evidencias que demandan ser nubladas son aquellas relativas a los ciegos, que mantienen harto iluminada la perspectiva biocular:
Proof es un filme interesante pero hay en él aspectos que siguen más la lógica de la cineasta que propiamente de los ciegos. Esto es muy sintomático. Es bueno que el cine se libere del fantasma del ciego, pero también lo sería darnos voz. También los cineastas son ciegos que hablan a través de imágenes cliché.
En contraste con el impulso taxonómico del oculocentrismo, cuya efectividad y pulcritud es sólo aparente, la iconografía de Bavcar es explícita e irreductiblemente una práctica de la mediación y la sinergia. En ella no queda rastro alguno de la práctica de la fotografía como pencil of nature (Fox Talbot), ilusión de un medio en que la naturaleza se plasmaría a sí misma sin intervención alguna de la mano del hombre. Por el contrario, en el dispositivo del fotógrafo ciego, la mano y el ojo subjetivos intervienen obligadamente:
Dependo de otros para hacer mis fotos. Necesito que me describan un paisaje, o cualquier escena que tenga delan- te. De acuerdo con lo que otros me cuentan que ven, así actúo. Utilizo el mismo método que otros para escoger mis fotos en una tira de contactos, con la única restric- ción de que debo controlar la mirada física de aquellos que sirven como mediadores entre dicha tira y mi propia realidad interior.
Asimismo, contra los deseos fundantes de la fotografía, la iconografía (cuyo sentido tradicional es el de ser una des- cripción de imágenes, retratos, cuadros, estatuas o monu- mentos, en especial de los antiguos) es un arte ineludible- mente interpretativo.
Esta es quizá la razón por la que Bavcar jamás fecha sus fotos y que éstas no pueden considerarse instantáneas, pues su temporalidad no es sino la de sus sucesivos lectores.
Los ciegos, y quienes creen no estarlo, enfrentan la amenaza perenne y radical de lo visto, o al menos de su apariencia. En Bavcar se trata siempre de nublar estas apariencias y de relanzar los clichés en dirección de la posibilidad y la promesa. Como abrevia acerca de sí mismo: no veo el mundo como es, sino como puede ser. El arte iconográfico de Bavcar es el arte de evidenciar las penumbras; si la fotografía es escritura con luz, el arte del ciego, que él considera casi una mística de la fotografía, consigna, en cambio (en lo que resulta ser un eco de Brentano), que toda imagen es imagen de algo, y, en primer lugar, de algo invisible. En suma, como ya hemos entrevisto, la actividad iconográfica de Bavcv ar está orientada por aquella estrella inaccesible que es el tercer ojo.
La estrella inaccesible
Hoy vemos una ampliación del mundo de la vista, lo que provoca una expansión recíproca del mundo invisible. Quizás esta dialéctica implacable debe ser aceptada para poder rechazar la noción de la supuesta capacidad del hombre moderno para la vista infinita, noción demasiado servil a la ideología de la técnica. Yo distingo entre la luz (lumière) y el alumbramiento (éclairage): los juegos de la luz son para mí los velos que nos impiden alcanzar lo real. El alumbramiento difiere de la luz producida mediante métodos modernos, porque siempre está exilia- do del campo de la percepción obvia: debe ser alcanzado a pesar de la debilidad de nuestros medios.
Toda imagen, pertenezca ésta al vidente o al ciego, constituye un cliché latente: por eso siempre resulta potencialmente des- lumbrante, enceguecedora. Y los juegos de luz siempre pueden cegar también al ciego. De ahí que Bavcar eche mano del antídoto de lo invisible, y se describa como un cuarto oscuro detrás de una cámara que, a su vez, invoca otra cámara oscura capaz de captar cualquier exterior inaccesible a mi mirada. Esta otra cámara oscura es el tercer ojo:
Nuestro deseo de imágenes es, entonces, nuestra respuesta a la existencia de un tercer ojo que está al tanto de los infortunios de nuestra mirada física, como dice Kazantzakis,“de nuestros ojos de barro que no pueden ver lo invisible”. Sólo el tercer ojo tiene el privilegio de ver cada vez más allá.
El tercer ojo es la puesta en contacto de los ojos del vidente y del ciego, así como su simultánea disolución; el punto ciego originario y desbordante de toda vista y toda ceguera. La invisibilidad tras la que se aventura Bavcar no es, pues, una visibilidad potencial o diferida, sino una invisibilidad primaria e indomable, que Merleau-Ponty describe así: “Principio: no considerar lo invisible como otro visible— posible—, o un posible-visible para otro… Lo invisible está ahí sin ser un objeto, es pura trascendencia, sin una máscara óntica”. Asimismo, el tercer ojo invocado por Bavcar sería lo radicalmente infigurable que está en el origen de toda figura, aquel “centro invisible” al que se refiere Derrida, centro que, desde un retiro absoluto,“asegura a la distancia una sinergia que coordina las posibilidades de ver, tocar y moverse. Y de escuchar y comprender”. Así, es este tercer ojo lo que impone a Bavcar el despliegue de la sinergia a
todos los niveles de su práctica iconográfica; no es sólo que él retrate los paisajes a partir de las descripciones de otros (por ejemplo, de las indicaciones brindadas por los niños o a partir de pasajes literarios, como cuando retrató el pueblo natal de su amigo Peter Handke); no es sólo que su icono- grafía se ocupe de asuntos jamás vistos por él, ni por nin- guno de sus espectadores: la honda oscuridad a la que conduce toda escalinata, la clarificación que es don de todo ramal arbóreo, la trascendencia pura que disimula toda máscara de carnaval, la alumbrante contemplación de los arroyos nublados… Cual eco de la descripción de la vista por Merleau-Ponty como “palpación por la mirada”, la mirada iconográfica de Bavcar es intrínseca, pero no exclusivamente, táctil. No en vano en ocasiones se refiere a sus gráficas como vistas táctiles y asegura que el tacto es la lógica de la vista… Si el campo de la imagen y el campo de lo visual no son coextensivos, la operación del tercer ojo tampoco es esencialmente ocular. Así como la memoria y la imaginación son la condición de posibilidad de toda percepción, a la vez que fuente ineludible de toda “distorsión” perceptiva, así también el tercer ojo es la simultánea fuente y ruina de lo ocular. Por eso constituye el punctum caecum en que convergen la historia de las artes visuales de Occidente y la historia de su autodestrucción:
Admiro a pintores como Malevich, Picasso, Modigliani, Kandinski, pero me siento más cerca de la escultura. Me interesa mucho Duchamp y el espíritu de la negación del arte. Toda la historia del arte consiste en la renovación de la mirada mediante el tercer ojo.
Por supuesto, al carecer el tercer ojo de “máscara óntica”, todo intento de su figuración no resulta ser sino su propia secuela y desecho. Por eso, en la imaginería de Bavcar el tercer ojo es figurado sucesivamente como ángel, golondrina, viento… Como el ángel, el iconógrafo ve con igual discernimiento en la luz que en la oscuridad; las golondrinas articulan la diferencia entre la oscuridad y la luz, pero no se dejan reducir a ésta:
De niño aprendí que, cuando hay poca luz, las golondrinas vuelan a poca altura, y cuando hay mucha, vuelan en lo más alto del cielo: estos animales forman parte del paisaje de mi infancia…
En cuanto al viento, como refiere el Evangelio:
Nadie es capaz de explicarte de dónde viene, ni adónde va, ni cómo es, pero su evidencia es innegable: el viento no es, se oye, se siente.
Pero en Bavcar el tercer ojo también es aludido por los ya mencionados motivos de la escalera que sube como baja, del árbol que despoja de la visión como la concede, de la máscara que muestra como esconde y del agua que aclara como cubre. Asimismo, el tratamiento que Bavcar confiere al tiempo, a la escritura, al retrato y a la propia luz es del mismo orden: el tiempo hace posible sus propias representaciones pero se esconde tras ellas; la escritura, ora imagen, ora palabra, es causa y efecto de la figuración; el retrato trata y reta al observador como al observado; la luz no hace sino encandilar con aquello mismo que finge hacer visible… Ángel, golondrina, viento, escalera, árbol, máscara, agua, tiempo, escritura, retrato, luz… Todos y ninguno: Bavcvar es el primero en señalar que toda figuración del tercer ojo no es sino fallida, razón por la cual la suya es una obra esencialmente inconclusa. Y tantos más: porque, en rigor, todos los íconos realizados por Bavcar, intentos, cada uno, de representar el más-allá-de-la-mirada-en-la-mirada, son asimismo figuraciones fallidas del tercer ojo. En virtud de ello, como observamos cada vez con mayor claridad, al contemplar las gráficas de Bavcv ar, nuestra propia mirada se descubre, tam- bién ella, como deseo y figuración de lo infigurable. No sorprende, entonces, que Bavcar conciba su acto fotográfico como una oración laica y su práctica en conjunto como una especie de teología de la luz, en función de que, así como los teólogos no saben de Dios, yo tengo una apreciación relativa de la luz. Ciertamente, como señala Derrida (“Cómo no hablar. Denegaciones”), el nombre de Dios conviene “a todo aquello a lo que sólo cabe aproximarse, aquello que sólo cabe abordar, designar de manera indirecta y negativa. Toda frase negativa estaría ya habitada por Dios o por el nombre de Dios”.
La mirada invisible
¿De dónde, entonces, la sorpresa, la inquietud, el peculiar resentimiento y la molestia que no cesa de provocar el fotógrafo ciego entre los videntes?, ¿de dónde, si, en lo esencial, Bavcar operaría como cualquier otro fotógrafo o vidente en general? Como Bavcar, todo fotógrafo es portador de un deseo de imágenes, y este deseo no puede ser más que de un invisible: algo que permanece obscuro en el momento mismo de ser experimentado. Como señala el fotógrafo ciego a propósito del amor, cuando te acercas a una mujer, hay un punto a partir del cual ya no ves nada. En efecto, quizás el impulso mismo de todo disparo fotográfico es el intento de poseer algo que no se puede mirar. Como Bavcar, todo fotógrafo pacta necesariamente con la oscuridad y lo invisible, y su arte reside precisamente en la modalidad de este pacto. Si, a diferencia de otros ciegos, nuestro iconógrafo no toma fotografías con la esperanza de ver algún día, ello no se debe a que asuma plenamente su condición de ciego, sino a que advierte que los videntes también están, siempre, al menos parcialmente ciegos. Como Bavcar, todo fotógrafo imagina y recuerda sus imágenes mucho más de lo que efectivamente las percibe: la necesaria intervención de lo onírico en toda intelección fotográfica es inherente al deseo de imágenes. En otras palabras, tal como Bavcv ar, todo fotógrafo mira las cosas con los ojos cerrados. Por eso, como se aprecia tan clara- mente en el caso de nuestro artista, el sostén del speculum mundi de cualquier fotógrafo es su imaginería infantil. Como Bavcar, todo fotógrafo se mueve a tientas, sinérgicamente y a la vez por entre innumerables registros sensibles e inteligibles. De modo que la pregunta por la posibilidad de un fotógrafo ciego, por su “método” y su “legitimidad” sería, sin más, la pregunta por la posibilidad de todo fotógrafo en general.
Pero Bavcar no sólo opera como cualquier fotógrafo, sino también como cualquier vidente. No sólo porque, como el primero, si el vidente ve, lo hace animado por su deseo de imágenes. No sólo porque quien mira se las ve con el más allá de la visibilidad. No sólo porque ver es poner en acto la imaginación y la memoria. No sólo porque ver es hallarse de antemano presa de una sinergia desbordante. Más allá de ello, Bavcar opera como cualquier vidente porque, como él, todo vidente puede mirar sólo desde, y hacia, el tercer ojo. ¿De dónde más podrían derivar los “infortunios” y el extravío de nuestra “mirada física” en su encuentro con ángeles, golondrinas, vientos, escaleras, árboles, máscaras, aguas, tiempos, escrituras, retratos, luces, imágenes y otras cegueras?
Contra toda impresión preliminar, Bavcar no representa la simple inversión de la operación característica del fotógrafo y del vidente en general, sino su plena salida a la luz.
¿Por qué, entonces, el malestar provocado entre los videntes por la imagen de otro como ellos? Precisamente por eso. Al contemplar a Bavcar y su obra, el fotógrafo y el vidente no hacen sino contemplarse a sí mismos: lo intolerable de ello radica en el consiguiente redescubrimiento (pues se trata aquí de un hecho que no puede más que haber sido registrado con anterioridad) de que están originaria, y estructuralmente, ciegos. Como atestigua Bavcar:
Si las personas quedan perplejas es porque interviene su propia relación con la ceguera, a veces su temor, a modo del complejo de castración, o de una evocación directa de su propio complejo de Edipo. Desde la perspectiva de algunos, y esto es algo que comparto con muchos de mis amigos ciegos y que he confirmado en numerosas experiencias, yo represento una suerte de Edipo después del hecho.
Si contemplar las imágenes de Bavcvar es enfrentar un destello intolerable, una revelación cegadora, si el suyo no es un arte de la luz sino del deslumbramiento, ello se debe a que su iconografía no hace sino reflejar el deseo de imágenes de sus espectadores y de replegarlo sobre sí mismo. Y si, en efecto, sólo se puede mirar desde, y hacia, el tercer ojo, entonces contemplar las imágenes de Bavcar es también ser contemplado por ellas. La mirada no puede posarse sobre el tercer ojo ya que se trata de lo invisible mismo; en todo caso, la mirada es, a la vez, atravesada y mirada por él. Como expresa Lacan a propósito de Merleau-Ponty (Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis): “somos seres mirados, en el espectáculo del mundo”. Y como glosa Paul-Laurent Assoun (Lecciones psicoanalíticas sobre la mirada y la voz), ello nos pasa con toda imagen, que nos mira mucho más de lo que la miramos a ella: “Cuando miro, no puede no suceder que, ipso facto, “eso” me mire. La mirada es respuesta a cierta mirada posada desde siempre—aunque no desde toda la eternidad—sobre mí.” Pero no sólo nos mira toda imagen, sino también toda mirada en general, que asimismo nos mira siempre más de lo que la miramos. Lo usual es que este hecho permanezca disimulado. Sin embargo, de nuevo, con Bavcar sale plenamente a la luz: al mirar las imágenes producidas por ceguera, es por nuestra propia mirada que nos descubrimos mirados. Así, el fotógrafo ciego nos coloca ante un infrecuente espejo que nos precipita a la experiencia de hallarnos mirados por nuestra propia mirada. Al señalamiento de que Bavcar recibe a sus visitas en la oscuridad hay que agregar que su departamento también está abarrotado de espejos. Lo ominoso de esta experiencia es producto del redoblamiento estructural que la constituye. De seguir las indicaciones de Freud relativas a lo unheimlich (en “Lo ominoso”), observaremos que tal experiencia surge de la reanimación de la intuición, previamente reprimida, de la propia ceguera constitutiva del espectador: todos somos Edipo después del hecho. Conocemos el desenlace de esta revelación intolerable, que el psicoanalista describe en términos tomados de Heine: “los dioses, tras la ruina de su religión, se convierten en demonios”. La luz, tan deseada antes, se torna entonces en deslumbramiento: nada hay más cegador para la mirada que el monstruoso espectáculo de su propia ceguera.
En este punto debemos reconsiderar el oculocentrismo en todo el peso de sus instituciones para arriesgar la hipótesis de que, aunque su efectividad no sea nunca más que apa- rente, su pulcro impulso taxonómico y su intento por disociar lo indisociable (el ojo del ciego y el del vidente, la luz y la oscuridad) cumplen una función trascendental y bien determinada: interponerse a la experiencia de lo ominoso, prevenir su proliferación, tratar de que no pase nada ahí donde todo pasa. ¿De qué otro modo explicar la tozudez de las directrices oculocéntricas que orientan a la industria de
la fotografía?, ¿cómo más dar cuenta del escaso acogimiento de los ciegos en las escuelas de fotografía, de cine y de televisión? Visto lo cual, también debemos reconsiderar la trascendencia de lo que Bavcar pone en juego con su iconografía. Si bien su obra produce una suerte de tautología en que los videntes no hacen sino verse a sí mismos viendo, dicha tautología está lejos de resultar estéril. Para parafrasear a Derrida: hacer la experiencia de lo que le sucede a la vista por la vista misma, en la huella de una especie de quasitautología, eso no es simplemente mirar en vano y para no observar nada: por el contrario, como un alumbramiento desasosegado y desasosegante, la iconografía de Bavcar interviene ahí (es decir, en todas partes) donde las instituciones del oculocentrismo reniegan de la vista y no juegan más que a ser gallinas ciegas. A su paso por la geografía insondable del oculocentrismo, Bavcvar contrapone pacientemente un deslumbramiento a otro (el deslumbramiento de la mirada que se mira a sí misma, al deslumbramiento de lo aparentemente visto), con la esperanza de que el primero eclipse o al menos atenúe al segundo, que siempre resultará aún más cegador para la mirada que el renovado enfrentamiento con el espejo de los sueños…
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Les debía algunas correcciones. espero sepan disculpar la demora