Julián Rodríguez

crónicas de un fotógrafo sin cámara

Cuando le pidieron que tenga a bien abrir la cartera que llevaba colgando, la vieja se puso como loca, ya venía soplando fuerte, aunque parecía una ficción de nerviosismo, como si se estuviera mandando la parte de ofendida. Entre lo rojo del rostro y el ruido de su respiración, las manos se movían como si intentara levitar;  el sobrepeso era tal vez el responsable del fracaso y de ese estado de respiración agitada. Presumía el rol de señora apurada, hablaba entrecortada con voz nasal como si la ofensa la estuviera desconcertando por tratarse de una persona de su alcurnia, pero al poco de observarla podías darte cuenta que las pausas entre sus vociferadas sólo eran para pensar que podía decir. Dijo que no lo podía creer como envuelta en el ante llanto y se desmayó. El desbande de la gente pegada a ella fue tan notable como la aproximación de los distantes. La solidaridad con los desmayados, de masa importante, disminuye con la distancia y también con la proximidad inmediata, tal vez sea el riesgo de lastimaduras o aplaste. Lo cierto es que se puso pálida y desparramada, un espectáculo por cierto evitable e innecesario. Un flaco alto de seguridad que hasta hace instantes le estaba pegando un aprete terrible ahora miraba para todos lados como intentando tapar su responsabilidad localizando algun Borocotó o sokolinskizado que lo auxilie. El tipo pedía que le hagan lugar y cagó a gritos a dos que hacían fotos o videos con el celular, eso si lo jodió evidentemente, la cara del fulano me hizo descubrir que justo eso era lo que quería evitar. Aflojó el griterío y el run run, en una de esas la gorda mueve. Piden agua para ella y en eso el fulano manotea la cartera, la mujer grita, un petiso compadrón lo empieza a carajear al de seguridad de una manera increíble, Parecía un penal injusto. La gorda resucita y se pone a llorar a los gritos. El de seguridad sacude la cartera y ruedan hacia la fila de cajas tres salamines tandileros; el murmullo se hace voces y algunos gritan o se ríen. Ella sigue llorando y la masa se dispersa. Los que miran lo hacen de refilón y la gorda se para e intenta irse hacia una puerta. Uno alto pelado de camisita arrugada le pide al de seguridad que no la deje ir y cuando se le arrima, reaparece el petiso compadrón pero en actitud de chamuyo. El pelado llama como loco desde su intercomunicador aparentemente a muchas personas diferentes. La señora ya está casi en la puerta y desde el fondo viene corriendo un policía bastante mayor. El pelado le hace señas y le dice cosas que ya no puedo escuchar. Cuando el poli pasa por al lado del petiso y el flaco de seguridad es interceptado por el petiso y parece que se ponen a hablar, el milico, de paso recupera aire. Total ya estaba en la calle, mejor dejarla ir pienso para mí cuando escucho que el pelado sigue gritando a todos los que andan por ahí. Pasaron muchas cosas y yo viéndolas, sin mi cámara; me pongo a observar los rostros que van cambiando, hubo como una tormenta de varano de imágenes y no pude registrar ni una. Tal vez el pibe del teléfono haya aprovechado su posición porque el otro estaba muy lejos y ni bien el pelado le gritó bajó la mano. A veces extraño mi cámara compacta. Muchas veces observaba escenas inútiles. Me encantaba ver la de la mujer pero no la hubiera fotografiado, pero las caras de lo que quedó en el supermercado eran una fotocopia de lo que somos como sociedad pienso ahora, yo lo vi y no podía perdérmelo. Y estoy sin mi cámara y aunque odio decirlo porque me suena a lugar común del que presume sensibilidad, debo aceptarlo. ¡había una luz increíble! Y yo, sin mi cámara compacta.
Cuando salí del supermercado a dos cuadras vi al petiso de la mano de la señora. Final feliz.

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